Ficha
Título: Contracorriente
Autores: Patricia Alcantud Obregón
Editorial: Ediciones B
Fecha: 28 dic 2019
Tamaño: 1.39MB
ASIN: B07VMFQYWQ
Idiomas: Español
Literatura: Libros de amor
Páginas: 267
Formato de la descarga: epub y pdf
Sinopsis
Que la vida no es fácil… eso bien lo sabe Yurani. Ella es solo una niña. Una niña más, una niña de tantas, una niña que, como tal, está llena de sueños y necesidades afectivas. A sus doce años, se verá arrastrada por un mundo demasiado injusto para ella; un mundo al que no pidió venir, pero vino. Una niña a la que la vida no le pregunta si quiere ser fuerte, sino que le obliga a serlo.
La pobreza y la falta de cariño son su pan de cada día. En un intento desesperado de salir de ese infierno en el que está metida, termina adentrándose en otro aún peor. La realidad la golpeará de lleno, en la cara y en el alma, al saberse engañada, sometida y esclava. Su mundo girará, a partir de ese momento, en una oscuridad que lo invadirá todo.
El gran amor que siente hacia su hermana pequeña, será su único motivo para seguir viviendo, en una vida que ya no es vida; en un laberinto donde no parece existir salida.
«Vuela»… Eso le gritará su corazón cada uno de sus días… y de sus noches. Y Yurani volará… le cueste lo que le cueste y aunque tenga que nadar a contracorriente.
Leer el primer capítulo:
ERA ELLA
¿Cómo saber si estaba viva o estaba muerta, cuando la vida, en realidad, no
lo era? Era una sensación muy extraña. Por una parte, me invadía una paz
intensa. Ya no habría más dolor, no más luchas, ni lágrimas. Por otro lado, el
miedo insistía en permanecer conmigo, como fiel compañero que ya era.
«¿Dónde iré cuando todo termine?», pensaba mientras trataba de abrir los
ojos en vano. «¿Existirá un cielo para la gente como yo?»
A pesar de mis errores, de mis intentos fallidos de seguir un buen camino,
al menos uno decente, sentía asco hasta de mi propio nombre. ¿Se apiadaría de
mí Dios, o quien fuera que estuviera ahí arriba? Si es que existe algo…
si es
que hay algo más allá del último aliento, del Adiós Definitivo. Con los años,
había llegado a dudarlo. «No es posible», me repetía constantemente, «no es
posible que exista en el mundo tanta crueldad, tanta dureza. ¡No es justo!»
Entonces recordé cuando era una niña; porque, aunque parezca difícil de
creer, algún día lo fui. Recordé aquellos días, en un tiempo en el que todavía
creía en las cosas buenas, en las personas, en los sueños y en un futuro mejor.
Imaginé que aquella sucesión de recuerdos se debía a que me estaba muriendo.
Era el aviso de que ya había llegado el momento. Por mi mente aparecieron
risas, juegos y mucho amor. Era un premio de consolación para irme con el
alma tranquila.
Dicen que, cuando la muerte se acerca, puedes ver a lo lejos
una luz que te tranquiliza y te ilumina el camino. A mí esa luz me demostró que
no estaba sola. Que mi vida, y también mi muerte, habían tenido sentido. Y esa
luz era tan poderosa en mí que no se apagaría nunca; no importaba a dónde
fuera. Esa luz tenía nombre, esa luz era ELLA.2
KIMBERLY
Aún recuerdo aquel día como si fuera ayer. Era la mañana de un sábado, un
sábado de tantos; pero un sábado distinto para mí. El día que marcó mi vida o,
al menos, la cambió.
Mamá había vuelto a casa. Apenas llevaba unos días fuera (tres, si mal
no recuerdo), pero a mí el tiempo se me había hecho eterno. Siempre la quise
mucho; y lo sigo haciendo, creo. Supe que había regresado en cuanto mi padre
me llamó a gritos, a pesar de que nuestra casa era tan pequeña que no era
necesario hacerlo.
—¡Yurani! Ven al salón.
Me levanté veloz del colchón donde dormía y me puse rápido los
zapatos. Cuando entré al pequeño cuarto, que hacía las veces de salón, lo
primero que vi fue el rostro de mi madre. Lucía cansada, su largo cabello
recogido en una trenza y el contorno de sus ojos tenía un color morado, al que
ya me había acostumbrado. Con la mirada fija en mí, me dedicó una sonrisa.
Quise correr hacia ella y echarme a sus brazos, pero mi madre no estaba sola.
En sus manos sujetaba una pequeña figura, un diminuto bulto con brazos y
piernas que permanecía quieto.
—Hola, cariño —me saludó mamá—. Te he echado de menos.
Asentí con la cabeza, pero no di un paso. No hice intento alguno de
acercarme a su lado.
—Ven. Quiero presentarte a alguien —me pidió con voz dulce.
Mis pies seguían clavados en el suelo.
—¡Yurani, haz caso a tu madre! ¡No te comportes como una niña
pequeña! —bramó mi padre, dirigiéndome una mirada severa.
«¡Soy una niña pequeña! ¡Tengo solo siete años!», quise decirle; pero de
mi boca no salió palabra alguna. En cambio, sí obedecí su orden, como hacía
siempre, y di unos pasos temblorosos hacia mis padres. Mamá se agachó, por
su gesto pude ver que le costaba un gran esfuerzo, y me esperó de cuclillas,
agarrando con firmeza al «pequeño bulto» para que no se escapara de sus
brazos.
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