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Lugares para enamorarte [PDF] [Epub]

Lugares para enamorarte

Lugares para enamorarte

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Ficha

Título: Lugares para enamorarte
Autores: Belinda Alexandra
Editorial: Grupo Planeta
Fecha: 29 dic 2019
Tamaño: 6.59MB
Idiomas: Español
ISBN/ASIN: 9788432220531
Literatura: Novelas Románticas
Páginas: 278
Formato de la descarga: epub y pdf

 Sinopsis

Grandes historias, viajes inolvidables, paisajes de ensueño, amores imposibles, animales exóticos, intrigas familiares, secretos ocultos durante años… redescubre a Belinda Alexandra en este pack de lujo.

Belinda Alexandra ha sido publicada con enorme éxito en Australia, Nueva Zelanda, Francia, Reino Unido, Alemania, Rusia, Holanda, Polonia, Noruega y Grecia. Hija de madre rusa y padre australiano, ha viajado por todo el mundo desde muy joven. Su amor por otras culturas y lenguas es solo comparable con la pasión que siente por su país, Australia.

Leer el primer capítulo:

Cuando el último grupo de pasajeros se subió al tren, pudimos volver a mirar por la ventana.
La luz de la mañana despuntaba a lo largo del cielo, revelando los detalles de arenisca y granito
en los edificios, que antes no habíamos sido capaces de percibir en la oscuridad de la noche. Las
construcciones modernas y art decó del centro de Sídney no eran tan altas como las de Shanghái,
pero el cielo que se expandía sobre ellas era de un color azul prístino.

Más allá del casco del
barco, el sol emitía rayos dorados que resplandecían sobre el agua, y pude vislumbrar algunas
casas de tejado rojo diseminadas por la costa. Me tapé la boca con ambas manos. Aquellos rayos
de luz solar eran preciosos. No recordaba haber visto nunca en mi vida nada parecido a aquel
puerto. Su color era de la misma tonalidad que los ojos de las sirenas mitológicas.

El jefe de estación ondeó su bandera y tocó el silbato. El tren comenzó la marcha. El olor a
carbón era más opresivo que el aire del compartimento, por lo que Irina cerró la ventana. Todos
nos agolpamos contra ella para ver la ciudad cuando el tren abandonara el puerto.

A través de mi
cuadradito, pude ver automóviles de antes de la guerra recorriendo las calles disciplinadamente;
no había atascos, fuertes bocinazos o rickshaws, como en Shanghái. El tren pasó por delante de un
edificio de apartamentos. Se abrió la puerta del recibidor y salió una mujer que llevaba un vestido
blanco, sombrero y guantes. Parecía una modelo en un anuncio de perfume.

La imagen de la mujer
se fundió con la del puerto en mi mente y, por primera vez, me sentí emocionada por estar en
Australia.
Sin embargo, unos minutos más tarde, el tren cruzó por delante de filas de casas de
fibrocemento con tejados de latón y jardincillos desarreglados, y la emoción que había sentido se
convirtió en desesperación. Esperaba que en Sídney ocurriera lo que en otras ciudades: que sólo
los más pobres vivieran junto a las vías del tren. Lo que estábamos viendo a través de la
ventanilla nos recordaba que no estábamos en Estados Unidos.

Gene Kelly y Frank Sinatra no
habrían bailado alegremente en este lugar. Ni siquiera en el centro de la ciudad habíamos visto
magnificentes pilares dedicados a los dioses. No había ningún Empire State. Ni ninguna Estatua de
la Libertad. Ni ningún Times Square. Solamente una calle de edificios elegantes y un puente.
La mujer polaca más joven rebuscó en su bolso y sacó un paquete envuelto en un paño. El
aroma a pan y huevos hervidos se mezcló en el aire con el efluvio humano.

Nos ofreció a Irina y a
mí un poco de sándwich de huevo a cada una. Yo acepté agradecida mi trozo. Tenía hambre
porque no había tomado desayuno. Incluso Irina, que no tenía apetito por la gripe, aceptó su
pedazo con una sonrisa.
—Smacznego! —exclamó Irina—. Bon appétit.
—¿Cuántos idiomas hablas? —le pregunté.

—Ninguno, excepto ruso —me contestó, sonriendo—. Pero sé cantar en alemán y en francés.
Volví a mirar por la ventanilla, para comprobar que el paisaje había vuelto a cambiar.
Estábamos pasando junto a granjas con lechugas, zanahorias y matas de tomates plantadas en
hileras. Los pájaros revoloteaban sobre los campos. Las casas tenían un aspecto tan solitario
como las letrinas exteriores de sus patios.

Pasamos por estaciones de tren que podrían
perfectamente haber estado abandonadas, de no ser por los cuidados setos llenos de rosas y las
señales pintadas con esmero.
—Puede que nos encontremos con Iván en el campamento —comentó Irina.
—Melbourne está al sur —le dije—. Muy lejos de aquí.

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